La vida con dolor crónico, como el que se vive en la fibromialgia, supone convivir cada día con un cuerpo que se siente limitado incluso en las tareas más sencillas. El dolor musculoesquelético generalizado, que puede afectar a múltiples zonas del cuerpo durante meses o años, hace que actividades como caminar, hacer la compra o limpiar la casa se conviertan en un reto que exige mucha más energía que a una persona sin dolor. Esto no solo reduce la autonomía, sino que también impacta en el trabajo, la vida social y el bienestar emocional, generando muchas veces incomprensión en el entorno. En la fibromialgia no solo padecemos dolor: la fatiga intensa es uno de los síntomas más incapacitantes. Muchas pacientes se despiertan ya agotadas, aunque hayan dormido horas, y sienten que su “batería” se vacía muy rápido, incluso con pequeños esfuerzos. A esto se suma la llamada “fibroniebla” o niebla mental, que dificulta concentrarse, recordar cosas o mantener la atención en una conversación...
En la anterior entrada de este blog Dolor y Esperanza , vimos que el dolor es una señal de alarma que nos dice que hay una herida o una enfermedad que debemos atender. Atendemos la herida, la curamos, hacemos reposo, etc. Y cuando la herida se cura, el dolor desaparece; decimos “ya no me duele” como muestra de que nos estamos recuperando. Entonces, ¿qué pasa cuando no hay una herida que atender, como en el caso de un dolor cronificado o de la fibromialgia? En esas situaciones se suele decir que el sistema está funcionando mal, que el dolor es una señal distorsionada. Pero ¿es eso cierto?. ¿No podría ser que el dolor nos estuviera señalando otro tipo de herida? Para saberlo, podemos preguntarnos a nosotras mismas por el origen de este dolor. ¿Cuándo fue la primera vez que me dolió de esta manera?, y ¿qué estaba pasando en mi vida en ese momento? También podemos preguntarnos si hay algún asunto pendiente que no estamos afrontando por miedo. O si no nos estamos ocupando bien de nosotras m...